LA OFRENDA
El conocimiento no es un jardín para cultivar, sino una tempestad bajo la cual la mente humana se retuerce y solo queda la grandeza abrumadora de lo desconocido.
“La grandeza solo florece cuando las raíces se alimentan de oscuridad”
Cuando Alejandro llegó a la universidad, el árbol ya estaba en Puán.
Había venido desde Alberdi, un pueblo cercano a los ingenios azucareros del sur de Tucumán, donde las supersticiones crecen como maleza venenosa. Allí, las historias de personas que desaparecían sin dejar rastro y de criaturas que se alimentaban del miedo no eran simples cuentos. Eran advertencias. Ciro, su padre, un hombre silencioso, humilde y trabajador en los Ingenios Aguilares, una madrugada, tras cumplir su turno como sereno, se dirigió hacia la ruta 38 en busca de algún automóvil o camión que lo llevara de vuelta a casa. El alba llegó, pero él no. Para entonces, Alma, su madre, tuvo que cargar sola con el peso del hogar. Pasó a formar parte del largo listado de madres solteras del norte argentino. A pesar de las denuncias en la fiscalía, la búsqueda nunca se llevó a cabo; era solo un peón. Nadie volvió a hablar del asunto. Solo quedó un vacío, un silencio que se extendió como una mancha oscura en la vida de ambos.
Alejandro creció bajo aquel desamparo, con la idea de que la desaparición de su padre estaba conectada con algo más grande, algo que no podía explicar. Descubrió, en su historia y en los cuentos que escuchaba, una línea que trazaba cómo la violencia colonial se había enraizado en algo aún más tétrico. Su pasión por los libros lo llevó a Buenos Aires para estudiar Historia. Ese primer día, cuando pisó la facultad y lo vio, un escalofrío le recorrió la espalda, como si miles de insectos se arrastraran bajo su piel. El aire olía a tierra húmeda y a algo más; algo podrido, como carne descompuesta bajo el sol.
La boca se le secó. Por unos segundos, el aire le faltó. Las palmas se le humedecieron, las rodillas le flaquearon y millones de aguijones parecieron clavarse en las yemas de sus dedos entumecidos. No era un árbol cualquiera; era una presencia viva, una sombra que respiraba, que acechaba y resquebrajaba la realidad bajo el sinuoso sol de marzo. El tronco, débil y escuálido, inspiraba lástima, pero sus ramas se retorcían como garras petrificadas, y sus raíces, retorcidas y sobresalientes, parecían hundirse en la piedra y en las profundidades de algo que no debía ser perturbado. Alejandro lo percibió de inmediato. Bastó con ver la ponzoñosa imagen del pino para que la idea encontrara alojo en él aquel día.
A pesar de las burlas, evitaba el patio a toda costa. Por pura intuición, nunca racionalizada. Su mirada nunca se detenía en el árbol, como si desviar los ojos fuera una forma de exorcizar aquello que intuía. El árbol de Puán lo llamaba. No con palabras, sino con una presencia opresiva, una fuerza que lo atraía y lo repelía al mismo tiempo. Cada vez que debía pasar cerca del patio, sentía que la copa se inclinaba hacia él. Las hojas le susurraban, en un idioma antiguo, un murmullo que le helaba la sangre. Alejandro intentaba evadirlo, pero algo en su interior lo obligaba a mirar, a acercarse, a escuchar.
Una tarde, durante un seminario sobre leyendas urbanas, una profesora mencionó el árbol y confesó haber visto archivos sobre desapariciones vinculadas al lugar. “Está plantado sobre la historia de Puán — dijo con tono enigmático — y ha sido un testigo silencioso, un guardián del pasado durante décadas. Podríamos decir que contiene las memorias de todos quienes hemos pasado por aquí. Pero, a veces, hay cosas que es mejor no desenterrar”.
Enfrascado en su miedo y en la aversión que sentía hacia aquella figura, Alejandro decidió hacer caso omiso e investigar más para, de una vez por todas, terminar con el temor. Buscó en los archivos de la biblioteca de la facultad y encontró historias que lo hicieron temblar:
Durante la primera mitad del siglo XX, Puán 480 había sido la fábrica de los cigarrillos 43, de Piccardo y Cía. El olor a tabaco, dulzón y empalagoso, se había impregnado en las paredes, mientras las máquinas resonaban como un latido mecánico constante. Las jornadas de los obreros eran interminables, bajo una vigilancia que parecía no solo humana. Las desapariciones comenzaron como rumores entre el humo espeso, atribuidas a accidentes de maquinaria o a la mano dura de los capataces. Sin embargo, algunos afirmaban haber visto figuras alargadas y oscuras arrastrándose entre las sombras del almacén, especialmente alrededor de un pino que crecía en el corazón del edificio. Otros decían que era “El Familiar”, un perro enviado desde el norte por uno de los hermanos dueños de una fábrica de azúcar.
Alejandro reconoció esta historia. La madrugada en que Ciro desapareció, Ramón, su compañero, le comentó a su madre haber visto al perro colosal rondar la noche anterior. De pelaje negro desgreñado, el hocico partido y entreabierto, con una lengua bifurcada que dejaba escapar un líquido negro, y en cada ojo azafranado, el brillo del fuego. Ramón le mencionó que todos en los ingenios sabían que los patrones ofrecían a sus trabajadores como sacrificio a cambio de riqueza y protección para sus propiedades.
En la Dictadura Cívico-Militar, muchos docentes y estudiantes vieron sus historias truncadas por la persecución y las desapariciones forzadas, dejando un rastro de violencia sanguinaria en torno al edificio. Quienes sobrevivieron a las vejaciones y los aberrantes actos cometidos afirmaban que, bajo el subsuelo, existía una intrincada red de pasillos y habitáculos que se conectaban con otros edificios. Sin embargo, ningún sondeo logró encontrarlos.
Cuando la fábrica cerró, el terreno fue vendido a la Universidad de Buenos Aires. Los obreros desaparecidos cayeron en el olvido, sus nombres enterrados bajo las mismas piedras que ahora sostienen las aulas. El pino, sin embargo, permaneció. Según los relatos, había sido plantado antes de que se colocaran los primeros ladrillos de la fábrica. Los nuevos cimientos de la universidad se construyeron a su alrededor, como si el tiempo y la historia hubieran decidido preservarlo como un tótem. Una presencia que precedía a la historia del lugar, rodeada por la narrativa de la represión, la memoria, la degradación y la impunidad argentina.
Alejandro comenzó a cambiar. Poco a poco, un murmullo virulento se deslizó en su interior. Notaba tierra bajo sus uñas, incluso cuando no había tocado el suelo. Olía a pino en todas partes, un aroma dulce y putrefacto que lo seguía, como el olor de un animal cazado que muere sin ser devorado por completo.
La escuálida figura del árbol gravitaba en sus apuntes. Sus cuadernos comenzaron a llenarse de diagramas y patrones desconocidos: sinuosos bulbos y tallos que dibujaba en los márgenes de sus hojas; raíces que se convertían en apéndices retorcidos, figuras humanas atrapadas y encastradas en la corteza del pino. Las palabras que escribía ya no eran suyas. Sus anotaciones se volvieron erráticas, y su caligrafía pasó de ser clara a temblorosa, luego aguda, con trazos puntiagudos y remarcados. Escribía como si quisiera atravesar el papel, cincelando concreto.
Era un hecho. La sombra del árbol se extendió más allá de Puán e invadió cada pequeño vértice de su conciencia, asfixiándolo paulatinamente. Dejó de ser un símbolo de peligro; era ahora una efigie, inalcanzable pero magnética. “Según algunos relatos, sin confirmar — decía — , hay unos libros escondidos relacionados con esto: uno en la Universidad de Córdoba, otro en la Biblioteca Nacional, otro en una universidad en Massachusetts, y otro en la Universidad de Buenos Aires, que debe estar aquí, entre nosotros. En esta facultad. ¡Bajo ese árbol!”.
Una noche, su profesor de Historia Argentina se le acercó, abrió su bolso y le entregó un paquete envuelto en cuero: “Ve si te sirve”, dijo antes de desaparecer en la oscuridad del pasillo. Sin entender nada y con temor de que alguien lo viera, lo tomó y echó a correr hacia su casa. Entre la solemnidad y la sensación de estar perdiendo la delgada línea de la cordura, lo abrió en su habitación. Era un libro, forrado en piel negra. Las páginas estaban llenas de los mismos símbolos que él había estado dibujando durante meses. En la tapa, las hendiduras del título estaban grabadas a presión. Al leer las primeras páginas, las palabras le hablaban directamente, como si el árbol mismo poseyera la habitación y le susurrara al oído. “No puedes escapar — decía una línea — . El conocimiento te reclama”.
Pronto, los rumores comenzaron a circular — mencionaba un capítulo — . Los más osados afirmaban que la fortaleza y el prestigio académico adquirido en tan poco tiempo, no provenían únicamente del intelecto del cuerpo docente, sino de un pacto secreto. Lo que inició como simples charlas filosóficas degeneró en ritos oscuros. Ceremonias nocturnas realizadas por un círculo cerrado: un claustro dedicado a convertirse en los arquitectos de un dispositivo de poder y saber ancestral. No solo eran guardianes del árbol, sino también curadores de un sistema de verdad más antiguo que el tiempo mismo, cuyas raíces se extendían más allá de las instalaciones físicas del edificio.
“Todo saber es una forma de dominio — decía otro párrafo — , y bajo su sombra, la racionalidad se deshace; el conocimiento puede reconfigurar la realidad misma. Aquel árbol es un intermediario en este plano, un heraldo. La manifestación terrenal de un poder insondable, un avatar viviente de la verdad única y absoluta, y de algo inefable que aguarda su momento. Solo quienes están dispuestos a sacrificar su humanidad merecen vislumbrar sus fragmentos. La agonía es el único camino hacia la gnosis. Esto no otorga verdades para ser veneradas; destroza las ilusiones que la vulgar humanidad usa para protegerse del caos. Los sacrificios no son tributos de devoción, sino actos de afirmación ante un universo sin orden ni propósito”.
“El conocimiento exige un precio — repetía en varias partes — , y la grandeza solo florece cuando las raíces se alimentan de oscuridad”. Un recordatorio de que el conocimiento no es un jardín para cultivar, sino una tempestad bajo la cual la mente humana se retuerce, dejando al descubierto la grandeza abrumadora de lo desconocido — finalizaba la introducción — . “Somos Los Catedráticos de la Orden de La Salamanca”.
Por unos instantes, Alejandro recordó las palabras de Dalmiro, el bibliotecario: “He visto tus apuntes — dijo en voz baja — . No sigas ese camino”. Pero Alejandro ya estaba demasiado lejos. Había sido doblegado por su curiosidad y empujado por el claustro hacia las fauces del lobo, como tantos otros en tiempos pasados. Presa del miedo, el libro coronaba el apotegma, y ahora el pino consumaba el hecho. Los tentáculos de la historia y el progreso de su naturaleza humana lo consumirían. Alejandro había visto directamente al abismo, y este le devolvió la mirada.
Una calurosa tarde de noviembre, desapareció. En el aula 134 encontraron una ventana rota, hojas secas cubriendo el suelo y marcas de arrastre que serpenteaban hacia el patio, desvaneciéndose bajo el pino. Nadie habló del asunto; las autoridades comprendían lo sucedido. La desaparición se sumó al catálogo de historias silenciadas, que nunca se cuestionan por temor a perder la vida propia y la reputación académica.
Consumida por la desesperación, Alma había viajado a la capital en busca de respuestas. Había pasado un mes desde la desaparición de Alejandro. Buenos Aires estaba envuelto en una espesa capa de humedad que hacía que el aire se sintiera denso y pegajoso. El calor no era una brisa, sino una presión asfixiante sobre la piel, que se metía bajo la ropa y se adhería al cuerpo, sofocando cada rincón de la estructura.
No estaba dispuesta a perder a alguien más en su vida. Buscó respuestas en las autoridades de la facultad, pero chocó contra el silencio y las miradas vacías. Recorría los pasillos con la foto del DNI de Alejandro, preguntando a todo aquel que se cruzaba si lo habían visto. Era una escena desgarradora: una madre buscando a su hijo desaparecido — un vez más en la historia de Puán — . Pero, aun así, nadie dijo ni hizo nada por ella.
Cada día que pasaba dentro del edificio, su cuerpo parecía deteriorarse. La piel se le llenó de quemaduras, granos y pústulas, como si estuviera siendo consumida desde adentro. Luego comenzó a cojear, arrastrando su cuerpo sin rendirse por las aulas. Una carraspera se convirtió en una tos seca, y la lluvia de diciembre le provocó una pulmonía. Agotada y con un soplo seco que apenas le permitía respirar, fue a uno de los baños del ala sur de la facultad. Se mojó la cara y bebió un poco de agua, pero sintió algo extraño en la boca, algo suelto y un sabor a hierro. Miró en el espejo y vio que un diente se le había caído; otros dos estaban flojos. Los empujó desde adentro con la lengua y, con la mano, se los arrancó de un tirón. La sangre brotó, ensució su boca, su mano y se mezcló con el agua que corría por el lavabo.
Desconsolada, lloró en una banca del patio, apenas podía sostenerse. Con una mano sujetaba la foto de Alejandro y con la otra se apretaba el pecho para que el aire le entrara en los pulmones. No era solo el deterioro físico lo que la consumía. La culpa era una criatura que le rondaba las entrañas y que, en cualquier momento, le reventaría el pecho por la desesperación.
En esa lánguida escena, Dalmiro se acercó por la espalda y le dejó uno de los cuadernos de Alejandro: “Le dije — mencionó — , pero insistió”. El bibliotecario le había dado la pista principal.
Atormentada por la figura de Ciro y ahora por la de Alejandro, la noche del 24 de diciembre, sabiendo que no habría guardias para la medianoche, Alma decidió asaltar la facultad con lo único que encontró: un destornillador en la mano. Rompió la cerradura de la puerta principal; renga, reptó con su débil cuerpo y se dirigió al patio. El pino de Puán estaba allí, inmóvil, pero vivo. Lo sabía. Lo sentía. La esperaba.
Invocada por el ahogo de la ira, atacó y embistió contra el tronco. Con cada golpe que daba, este se estremecía y un líquido oscuro y viscoso brotaba de las heridas. El aire se había coagulado a su alrededor, inundando todo con un hedor insoportable a muerte y descomposición. La facultad parecía respirar con el árbol, sus cimientos parte de un organismo vivo, y el suelo se curvaba bajo su peso. El silencio nocturno solo era interrumpido por el sonido sordo de la punta de acero atascándose contra la corteza.
Confundida, cansada y nauseabunda por la pestilencia, pensó que el viento movía las ramas; sin embargo, fue algo más lo que se filtró a través de las grietas del mundo. Alma sintió que el suelo comenzó a temblar bajo sus pies. Las raíces emergieron, rompiendo el cemento, retorciéndose como víboras. Bajo el concreto agrietado yacían cráneos y huesos destrozados, testigos de décadas de voraz hambre insaciable. Entre los restos se movían sombras disformes, cual lombrices retorciéndose. Una figura apareció entre las sombras, atascada en la corteza. Era Alejandro. Tenía el rostro desfigurado y la mitad de la piel desgarrada; sus ojos vacíos y profundos como el abismo, la observaban con una sonrisa torcida. Se deslizó entre la penumbra con burla y perversa compasión: “Más profundo — susurró con una voz hueca y resonante como un eco lejano — . Ahora debes cavar más profundo”.
Aturdida, pero esperanzada, Alma escarbó frenéticamente hasta que sus manos chocaron con el cadáver de su hijo. La risa gutural de aquella cosa que se hacía pasar por Alejandro resonó en el aire, helándole la sangre en las venas, mientras se desvanecía como un suspiro maldito, como si la realidad misma se hubiera plegado y quebrado por un instante frente a ella.
Las ramas la atraparon. Sintió cómo se cerraban alrededor de su cuerpo, desgarrándole la ropa, apretando cada músculo y reventando las pústulas de su piel. El dolor era insoportable, pero lo peor fue la constricción que la asfixiaba. Una cacofonía de voces perdidas llenó sus oídos, hablando en lenguas olvidadas. Y en medio de ese cuadro dantesco, vio al perro. Vio a Ciro. Y vio lo que el árbol era. Lo que siempre había sido. El apéndice de algo inconmensurable, descomunal e indescriptible. Algo atascado entre el tiempo y el espacio, en las entrañas de este edificio. Aquel que otros adoraban y temían, que devoraba la historia de los desposeídos, sus vidas, sus miedos, sus recuerdos y sus almas.
El último sonido que Alma escuchó fue el crujir y la súbita fractura de sus costillas contra el esternón. Luego, vino el silencio.
— EPÍLOGO —
El verano llegó a Puán, y el patio se convirtió en un horno de cemento. Luciana, estudiante de primer año, buscaba un lugar para repasar. El árbol proyectaba una sombra fresca y se detuvo bajo su figura.
Al agacharse para atarse el cordón, sus ojos se posaron en la corteza. Una marca astillada, como un diente, hundido en la madera, sobresalía. Atónita, retrocedió, pero sus pies se enredaron con las raíces que descollaban del concreto. Entre ellas, un fragmento de papel asomaba. Lo recogió con manos temblorosas.
— “No te demores, Luciana.” — Un escalofrío le recorrió la espalda. Soltó el papel y se alejó apresurada sin meditarlo.
Dicen que los miembros del culto continúan reuniéndose bajo la facultad y con otras esferas de poder. Él es su guardián y carcelero, susurra verdades y erosiona la cordura de sus siervos; les revela una realidad donde los humanos son menos que polvo ante la vastedad.
El pino de Puán permanece en su sitio. Inmóvil. Silencioso. Paciente.